Era un hombre muy maduro, muy guapo, en sus cuarenta.
Seguro de si mismo, tranquilo, siempre lograba lo que se proponía.
Me gustaban nuestros encuentros, siempre muy divertidos, sensuales, sexuales, y a la vez tiernos y profundos.
Tras una pasión jovial solíamos pasar la noche abrazados con mucho cariño.
Un día que llegué, enseguida noté que algo estaba diferente.
Un beso y un abrazo furtivo, y me senté con él en el sofa, por una vez sin revolcada (😜).
Le pregunté que le que le pasaba, y se abrió a mi, poco a poco empezó a contarme la historia de una mujer, de la cual se había enamorado, o así pensaba.
Lo traía contrariado, no se podía separar, ni lograba hacer que esta relación florezca.
Hablamos horas.
Abrimos el vino.
Comimos.
Hicimos el amor.
Y yo tenia este hombre grande, fuerte, que parecía inalterable, llorando desnudo en mis brazos.
Y seguimos hablando así abrazados, piel contra piel, entrada la noche.
A la mañana me despertó con una sonrisa y un abrazo:
- ¡Gracias! ¡Qué bien me hizo, ya lo veo tanto más claro… ¡Me siento mucho mejor! ¡Gracias!
Me subí al coche y conduje un par de horas hasta llegar a casa.
Lloré todo el camino.
Emocionada por la ternura, por la confianza que me había entregado, por el bien que yo le había hecho…
… y creo que más que nada por lo que había descubierto:
ya lo sabía, esto era lo que quería hacer: acompañar a hombres para resolver sus relaciones.
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